38 años después: nada es tan fácil

Alfonsín asumió como presidente el 10 de diciembre de 1983 - Foto de Victor Bugge
Foto de Víctor Bugge.

El 10 de diciembre de 1983 recuperamos la democracia. Con ella surgieron nuevos desafíos que hoy enfrentamos.

Por José Emilio Graglia.-

El 10 de diciembre de 1983, Raúl Ricardo Alfonsín se hace cargo de la presidencia de la República Argentina. Después de Hipólito Yrigoyen (1916 y 1928) y de Marcelo T. de Alvear (1922), es el primer presidente radical que llega al Poder Ejecutivo tras ganar elecciones competitivas. Vale la pena recordar que tanto Arturo Frondizi (1958) como Arturo Umberto Illia (1963) habían llegado a la Presidencia de la Nación gracias a la proscripción del peronismo.

Su liderazgo encarna, por entonces, la ilusión de una democracia recuperada después de más de 53 años de inestabilidad política e institucional, con seis golpes de Estado: a Hipólito Yrigoyen (1930), a Ramón Santiago Castillo (1943), a Juan Domingo Perón (1955), a Arturo Frondizi (1963), a Arturo Umberto Illia (1966) y a María Estela Martínez de Perón (1976). Ninguno justificable, ni por sus resultados ni por motivaciones, aunque algunos fueron más nefastos que otros.

Aquella Argentina emerge de un infierno. La dictadura iniciada por los militares Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti el 24 de marzo de 1976, tras derrocar a María Estela Martínez de Perón con el apoyo directo o indirecto de actores políticos, empresariales y civiles, había puesto en marcha las peores prácticas del terrorismo de Estado, violando los derechos humanos de miles de argentinos y argentinas, torturando y asesinando, a escondidas e impiadosamente.

La Argentina del 83 sale de aquel infierno y, además, de una guerra perdida, la de Malvinas, un conflicto bélico decidido por otro dictador de la misma dictadura: Leopoldo Fortunato Galtieri, presidente de facto entre el 22 de diciembre de 1981 y el 18 de junio de 1982. Vale destacar que el mismo Alfonsín se había opuesto a aquella locura castrense, a diferencia de muchos otros políticos y de muchos empresarios y sindicalistas argentinos, que la habían apoyado entusiastamente.

Cientos de jóvenes habían muerto en nombre de una causa noble, la recuperación de aquellas islas del Atlántico Sur usurpadas por el imperialismo británico en 1833, pero por culpa de una frenética y furiosa decisión de un militar de pacotilla. Duele, pero es justo y necesario recordar que esa decisión delirante y rabiosa había sido vitoreada en la Plaza de Mayo por miles y miles de argentinos, en uno de los días más bochornosos de nuestra historia, el 10 de abril de 1982.

Aquel día, Galtieri había dicho a los gritos: “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”, dando a Margaret Thatcher la ocasión de preservar su alicaído gobierno neoliberal. El 14 de junio, las desvalidas tropas argentinas ya se habían rendido incondicionalmente. Esa derrota militar había sido el inicio del fin de la dictadura. La misma guerra emprendida para sostenerse en el poder les había imposibilitado una transición “a la chilena”, es decir, con impunidad garantizada.

Aquella Argentina del 83 que hereda Alfonsín sangra por las heridas del terrorismo de Estado y de la guerra perdida de Malvinas. Todo en medio de una catástrofe social derivada de las políticas económicas de ajuste impuestas a sangre y fuego. Ese dolor abre las puertas a una ilusión que, a la luz de la historia, sería desmedida, muy típica de ese voluntarismo argentino sin explicación ni justificación, que recurrentemente nos ha empujado a sueños que se hacen pesadillas más temprano que tarde.

Durante la campaña electoral y, también, en su gestión presidencial, Alfonsín personifica una noción cuasi mágica de la democracia. Una noción a la que adhiere la mayoría de los argentinos, incluyendo a casi todos los radicales y, también, a muchos peronistas. Para él y los alfonsinistas de aquellos años que lo seguían, la democracia era, primero, una forma de gobierno, pero, principalmente, la solución a todos y cada uno de los problemas. Un voluntarismo muy alejado de la realidad.

Sus palabras al hacerse cargo de la presidencia lo demuestran claramente: “Los argentinos hemos aprendido, a la luz de las trágicas experiencias de los años recientes, que la democracia es un valor aún más alto que el de una mera forma de legitimidad del poder, porque con la democracia no sólo se vota, sino que también se come, se educa y se cura”. Esa noción enamora a millones de argentinos adoloridos por más de siete años de una dictadura cruel y sanguinaria. Pero nada es tan fácil.